No es el propósito del Creador que la humanidad se vea agobiada por una carga de dolor, que sus actividades sean cercenadas por la enfermedad, que su fuerza se desvanezca ni que su vida quede abreviada por las dolencias. Sin embargo, con frecuencia excesiva las leyes establecidas por Dios para regir la vida son transgredidas abiertamente; el pecado entra en el corazón y el hombre se olvida de que depende de Dios, la fuente de la vida y la salud. A esto siguen las penalidades de la transgresión: el dolor, la enfermedad y la muerte.
Comprender las leyes físicas que rigen el cuerpo y armonizar con estas leyes las prácticas de la vida es un deber de importancia primordial. Se necesita comprender los muchos factores que contribuyen a la felicidad verdadera: un hogar alegre, la obediencia a las leyes de la vida, la debida relación con nuestros semejantes.
Cuando aparece la enfermedad, es esencial que recurramos a los diversos factores que, al cooperar con los esfuerzos de la naturaleza, fortalecerán el cuerpo y restaurarán la salud. Queda, además, una cuestión todavía mayor y de importancia aun más vital: la referente a nuestra relación con el Creador que dió originalmente la vida al hombre, y proveyó en todo sentido para que tuviese felicidad continua y aun hoy se interesa en su bienestar.
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